viernes, 10 de noviembre de 2017

El carnaval… los negros Rivero…y el quinto centenario


 Aún no sé por qué los preparativos de los festejos y contra festejos del quinto centenario de la llegada de los europeos a América, en 1992, traen a mi mente recuerdos de mi barrio, y cómo un evento de alto contenido político, económico y cultural global,  como fue la llegada de Colón a América pude relacionarlo con lo sucedido a nivel local, corriendo el año 1982. Son quizá las singularidades de nuestra mente.

Borocotom… ¡Boro…cotom… chas… chas!
Desde cerca del Sandú, (afluente del Tacuarembó Chico, sobre el cual se fundó la Villa de San Fructuoso y luego la ciudad de Tacuarembó),  llegan los repiques de los tambores, y un leve rumor - que se va acentuando cada vez más - de voces aguardentosas que ensayan una canción. Todo el barrio oye esos sonidos, los disfruta y hasta son parte de su cotidianidad.

Las carnestolendas se aproximan y los negros Rivero honrando a Baco se aprovisionan para ensayar. Sus vidas  es un carnaval. Porque ¿qué otra cosa es el carnaval sino la mascarada de alegría, regocijo y algazara que oculta la tristeza y amargura de la pobreza, frustraciones o búsqueda de otras oportunidades?
Y en realidad ensayan todo el año, porque sus actuaciones son permanentes, condimentadas por un buen tinto que nunca falta. Y ellas responden a las críticas del gobernante nacional o local de turno. No forman una murga, tal vez tampoco una comparsa, es un “algo” intermedio, donde declaman, acentuando virtudes y defectos de la sociedad actual y sus protagonistas.

El “pedo” -     porque ni embriaguez, borrachera ni alcoholismo pueden ilustrar mejor el estado en que se encontraban los miembros de la familia y que a diario retocaban - suele ser muy respetado, porque no llega al agravio ni a la violencia hacia las personas. El ejercicio de la parodia del cuerpo gobernante local  que practican cada día  es de una sublime admiración y de una creatividad secretamente envidiada.
La gente no les teme, ni les rehúye, sino que festeja con mucho sentido del humor las ocurrentes opiniones, que a viva voz y acompañados por tambores, a veces con latas y otras con un acordeón, realizan en alguna esquina cercana. En ocasiones realizan asaltos o serenatas en alguna casa del barrio.

En oportunidad del anuncio de la llegada del dictador de turno: Aparicio Méndez, a la ciudad de Tacuarembó en 1982,  se construyó un montículo de tierra tapizado con césped, en la plazoleta frente a la casa de los Rivero. Su objetivo era ocultar  desde la ruta de entrada a la ciudad,  la humilde casa que podía deslucir la visión del conquistador capitalino.

Sobre ese montículo se erigió la estatua del fundador de la ciudad: Bernabé Rivera, que se inauguraría con la llegada del dictador.
Ignorantes de los acontecimientos internacionales cuyo impacto pasado  pudo ser origen de su ascendencia y naturaleza de su situación actual, observan con estupor el verde montículo construido frente a sus casas; y encima de él, cómo un petiso muñeco vestido de soldado colonial, de bronce, se erige, empuñando  una espada en una actitud ridículamente desafiante.

Pocos días después, la comitiva oficial del conquistador  de turno,  hacía su entrada triunfal por la Avenida Victorino Pereyra, deteniéndose en la Plaza para inaugurar el monumento de su fundador. Ni aún el temor de esos oscuros días hizo que las huestes montevideanas fueran numerosas ni que los invadidos oriundos acompañaran tal acontecimiento.

Pero lo paradojal es que poco tiempo después de la inauguración del monumento, que recordaba el sesquicentenario fundacional de la ciudad, los Rivero conquistaron y colonizaron ese pedazo de tierra que pretendió extender un manto de olvido sobre la realidad habitacional de los parodistas locales.

Y a partir de ese día,   en la cima del mismo,   Bernabé Rivera consta con una guardia de honor permanente,  tan autóctona como cualquier uruguayo, que sólo es interrumpida o abandonada por momentos,  para aprovisionarse de un poco más de tinto que amenice las siestas y declamaciones de los Rivero.

                                                                                 

                                                                                                                                                  



                Blanca Chiesa




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