Aún
no sé por qué los preparativos de los festejos y contra festejos del quinto centenario
de la llegada de los europeos a América, en 1992, traen a mi mente recuerdos de
mi barrio, y cómo un evento de alto contenido político, económico y cultural
global, como fue la llegada de Colón a
América pude relacionarlo con lo sucedido a nivel local, corriendo el año 1982.
Son quizá las singularidades de nuestra mente.
Borocotom… ¡Boro…cotom…
chas… chas!
Desde cerca del Sandú,
(afluente del Tacuarembó Chico, sobre el cual se fundó la Villa de San
Fructuoso y luego la ciudad de Tacuarembó), llegan los repiques de los tambores, y un leve
rumor - que se va acentuando cada vez más - de voces aguardentosas que ensayan
una canción. Todo el barrio oye esos sonidos, los disfruta y hasta son parte de
su cotidianidad.
Las carnestolendas se
aproximan y los negros Rivero honrando a Baco se aprovisionan para ensayar. Sus
vidas es un carnaval. Porque ¿qué otra
cosa es el carnaval sino la mascarada de alegría, regocijo y algazara que
oculta la tristeza y amargura de la pobreza, frustraciones o búsqueda de otras
oportunidades?
Y en realidad
ensayan todo el año, porque sus actuaciones son permanentes, condimentadas por
un buen tinto que nunca falta. Y ellas responden a las críticas del gobernante
nacional o local de turno. No forman una murga, tal vez tampoco una comparsa,
es un “algo” intermedio, donde declaman, acentuando virtudes y defectos de la
sociedad actual y sus protagonistas.
El “pedo” - porque ni embriaguez, borrachera ni
alcoholismo pueden ilustrar mejor el estado en que se encontraban los miembros
de la familia y que a diario retocaban - suele ser muy respetado, porque no
llega al agravio ni a la violencia hacia las personas. El ejercicio de la
parodia del cuerpo gobernante local que
practican cada día es de una sublime
admiración y de una creatividad secretamente envidiada.
La gente no les
teme, ni les rehúye, sino que festeja con mucho sentido del humor las
ocurrentes opiniones, que a viva voz y acompañados por tambores, a veces con
latas y otras con un acordeón, realizan en alguna esquina cercana. En ocasiones
realizan asaltos o serenatas en alguna casa del barrio.
En oportunidad del
anuncio de la llegada del dictador de turno: Aparicio Méndez, a la ciudad de
Tacuarembó en 1982, se construyó un
montículo de tierra tapizado con césped, en la plazoleta frente a la casa de
los Rivero. Su objetivo era ocultar desde la ruta de entrada a la ciudad, la humilde casa que podía deslucir la visión
del conquistador capitalino.
Sobre ese
montículo se erigió la estatua del fundador de la ciudad: Bernabé Rivera, que
se inauguraría con la llegada del dictador.
Ignorantes de los
acontecimientos internacionales cuyo impacto pasado pudo ser origen de su ascendencia y
naturaleza de su situación actual, observan con estupor el verde montículo
construido frente a sus casas; y encima de él, cómo un petiso muñeco vestido de
soldado colonial, de bronce, se erige, empuñando una espada en una actitud ridículamente
desafiante.
Pocos
días después, la comitiva oficial del conquistador de turno,
hacía su entrada triunfal por la Avenida Victorino Pereyra, deteniéndose
en la Plaza para inaugurar el monumento de su fundador. Ni aún el temor de esos
oscuros días hizo que las huestes montevideanas fueran numerosas ni que los
invadidos oriundos acompañaran tal acontecimiento.
Pero lo paradojal es
que poco tiempo después de la inauguración del monumento, que recordaba el
sesquicentenario fundacional de la ciudad, los Rivero conquistaron y
colonizaron ese pedazo de tierra que pretendió extender un manto de olvido
sobre la realidad habitacional de los parodistas locales.
Y a partir de
ese día, en la cima del mismo, Bernabé Rivera consta con una guardia de
honor permanente, tan autóctona como
cualquier uruguayo, que sólo es interrumpida o abandonada por momentos, para aprovisionarse de un poco más de tinto
que amenice las siestas y declamaciones de los Rivero.